miércoles, 5 de agosto de 2009

en su alcoba, abandonada como su presencia, convertida en ausencia por no dejar huella tras su marcha, anidaba una silla.
La paredes hablaban sus mismos colores, su mismo olor, el mimetismo de la convivencia era eco en su piel.
La silla más cómoda, la creada con la mano más fina, de madera de execlente calidad, exótica...llegada en uno de los largos viajes de papá, en una de sus aventuras en busca de mercados nuevos, esos que nunca llegaban a cuajar por siempre, esos que lo lanzaban cada año en busca de quien sabe qué.
La silla que más mundo a visto, en la que ilustres personas descansaron y tal vez, en la que más de una vez se conocieron y se enamoraron más de tres parejas....

Ahí estaba, intacta. Era la silla prohibida, la silla del deseo en la que alguna que otra vez a escondidas me sentaba, con dulces compañía para jugar a dejar entrever a través de mi falda.

Pero el tiempo, la había relegado a aquella habitación en la que ni la luz osaba entrar.
Y allí, firme, se sustentaba soportando cada día, y cada noche sobre sus cuatro patas, animal doméstico que es la Silla.

En mi última visita a la casa, subí, por recordar viejos momentos y, al acercarme escuché los dientes afilados de sus parásitos.
Dos de sus patas estaban corroidas por las termitas, no existe la piedad en los cuerpos de madera.
Dos patas diagonales que la hacía tambalearse entre la vertical y la horizontal hipnotizante.
Dos patas, las justas para que nunca cayera, para que nunca nadie puediera volver a descansar en ella.

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